A N N
Soñaba con una flor libre. Recostada
boca abajo en un prado cerca de su hogar, creía; creía que el sol era intenso a
través de los días, como los árboles bailarines y las nubes tristes. Las flores
son todas iguales; no importa el día, hora o temporada. Las flores son, todas,
iguales. Tan sublimes ante el cosquilleo de las hormigas que no paran de
trabajar, tan encadenadas a una tierra robusta y tan victimas de nuestros
pasos. Se levantó con tal delicadeza que ni la suavidad de la espuma se le
comparaba. No quisiera adolecer el camino de estas pequeñas soñadoras
–pensaba-, no quisiera. Así fue: no pisaba, acariciaba; no tocaba, besaba. En
la noche no podía soñar, pensaba que soñar era ver la noche. Parada en su
cuarto, frente a una triangular ventana, sonreía sin pestañear. No alumbraba nada
mejor su sonrisa que el universo que traslucía la noche. No despertaba nada
mejor su curiosidad que la sombra de su planeta en aquella esfera tan silente.
Qué gran aspiración la de poder ver lo que a muchos les parece gigante como
algo tan pequeño. Su mundo bajo los ojos de muchos más, y los suyos.
Las sonrisas son cada vez más difíciles de avistarse. Nada
vibra bajo labios sellados; hasta el silencio tiene un corazón enlutado que le
estremece por cada centavo. Vibrar bajo un mismo suspiro, vibrar. La sonrisa de un niño puede hacer bailar a lo que se
proponga: un anciano, una viuda o un sujeto de corbata en pleno día de verano.
Esta niña, Ann, se proponía hacer bailar a todo el mundo, y lo lograba: la
luna, al mirarla en su ventana, hacia malabares esquivando las pinzas de
las cañas de los poetas naufragados, hasta que el alba llegaba con los leones
dorados, a través del azur, a través del reflejo del mar en el cielo despejado.
A través del límpido sol sonriendo en su legado. Si el abrigo es cálido, el abrigado
estará dispuesto a vibrar.
Caminando entre las piedras, camino a su
escuela, rezaba; no era religiosa, rezaba para ella, su propio Dios. Sentía
arrogancia por tal autoproclamación, pero así lo veía: el universo era de sus
ojos, pues de ahí escapaba. Cada quien con sus colores, formas y sonidos. Todos
eran dioses, todos. Sin embargo, hay tanto gris, tantos círculos y tantos
silencios que dolía pensar en qué clase de cárcel se encontraban algunos
medios. ¿A qué juega aquel Dios, sanguinario y mordaz? ¿En qué piensa aquel
otro, estremecido y alargado? No entendía, no entendía. Sentía que cada una de
las estrellas, y cada uno de los puntos que estas iluminaban, emanaban de ella.
Un enorme navío sobre un enorme mar, cuyas gotas provienen del lagrimear del
marinero al respirar. Para la tierra, camino; para el cielo, vuelo; para la
mar, desvelo; para la vida, corazón y tropiezo. Volaba o, tal vez, todo caía.
Sus ojos, miel, no brillaban. Eran fríos pero alegres, precisos. Difícil era
observarla parpadear, lo hacía con tal lentitud, con tal suavidad. Sumergirse
en el arder de su cabello, en las flamas bailarinas, rizadas. Si el cielo
pudiese crear una ligera lluvia que no acabase, o el océano una ola tibia que
no rompiese, o la noche una danzante sombra que no se alargase ante el alba
ocurrente, estaría ella, Ann, en todas sus formas. Su beatitud no cambiaría,
seguiría siendo una veldad ante cualquier cielo. Tal vez sin ojos color miel y
cabellos flameantes, bermejos. Tal vez sin el rosa de sus labios pero, sin duda
alguna, con la misma suavidad, la misma sutil arrogancia, que fácil se
confundiría con confianza y alegría, y el mismo fin: un ente invaluable,
inagotable. Distinto entre las tantas lluvias abrasadoras, las olas que chocan
y las sombras temerosas. Sin embargo, el cielo se cubría cada vez más, las
arenas sobrepasaban, poco a poco, las aguas. El día y la noche no se
diferenciaban.
Esta impúdica sociedad. Tan desprovista,
tan perdida. Tan mordaz. Ojos tartamudos habitan las ventanas, manos ciegas
empuñan las máquinas. Corazones enlutados marcan el paso, sordo, del
parsimonioso cortejo sin destino. Una marcha que inicia al nacer y, al parecer,
acaba cuando talla tu nombre en el frente. El fúnebre alambraje; luces grises
por las calles. Cabezas caídas. Lluvia que nace y muere en cada caída. Lluvia
que nace y muere, en cada caída. Los puños levantados no dicen nada. También es
falso eso de que derriban capitales. Se desasosiega la muerte al anochecer; se
tiñen de rojo las luces de las farolas, y los autos parecen ir cada vez más
rápido. La lluvia ha cesado, pero la tempestad se quedó de nuestro lado. Sus
pasos coloreaban cada acera, su mirada cubría cada edificio, cada pared, de
miel. Cada sitio que roza su piel. Con tan solo diez años comprendía que nada
se quedaba para siempre, todo finalizaba: una cascada no cae perennemente, cada
segundo muere. El vuelo es, por sí solo, de la manera más inherente posible,
caída. Tal vez por eso sonreía. Aun sabiendo que no podría sostenerla por
siempre, traslucía su sonrisa para alumbrar, a través del gesto, lo
inexpresivo. Darle formas al círculo para volverlo algo más: algo nuevo. No
importa para qué, no importa si todo carecía de sentido. Ella no quería flotar,
quería observar las cosas, las mínimas cosas, destellar bajo su simpleza. Sus
pestañas acariciaban los pequeños paisajes, los grises paisajes que, luego de
un parpadear, eran azulados. Ella entendía todo este recorrido y caminaba,
caminaba, caminaba. Pintaba. ¿Cómo revolver todo un mundo de rascacielos con un
mundo tan plano y sencillo? ¿Cómo hacer brillar su sonrisa si la noche ya no
trasluce todo aquello que pensaba que se escabullía de sus ojos? ¿Qué es todo
este vacío? ¿En dónde se encuentran las estrellas, las que dormían y las que
corrían? ¿En dónde duermen ahora aquellos leones dorados y qué los despierta?
¿Qué los alimenta?
Los secretos. Los textos. Los diferentes
cielos. Tal vez no haya nada simple. Sus manos. La simplicidad se encontraba en
sus manos. La almohada, las perillas, los cubiertos, la tierra, las paredes,
las ventanas, una que otra hormiga tal vez, la mejilla de un desconocido, un
lápiz, una nube, una lagrima, la espuma de la más pequeña de las olas, la oreja
de algún compañero, el beso furtivo de dos enamorados desconocidos, la media
sonrisa de algún anciano que pasea por la plaza buscando distracción. Todo lo
que tocaba era, sin duda alguna, simple. Sin peso, pero, ¿hasta dónde? ¿Bajo
qué altura? ¿Qué tan gris podría haber sido segundos antes? Su piel rozaba,
pintaba, no transformaba. No poder entender el truco. No poder descifrar el
medio. Sólo querer ver todo volar y ver vidas cayendo. Corría observando una
humanidad que buscaba precipitarse hacia la tierra, sólo para ser enterrada.
Parada en la esquina de una plaza: pocos árboles, todos marcados y rasgados,
muchos faroles, altos, muy altos. Muchas personas, muchos adultos, uno que otro
niño, ninguna sonrisa. Ninguna, sólo mantenían un caminar frío, desolado y
desbocado. El cielo seguía enlutado. Nadie sentado, ni en los asientos ni en el
prado. No hay tiempo, no hay tiempo, no hay tiempo, le gritaba un padre a su
hija. ¿Puedo jugar? Preguntaba. No hay tiempo. La vida se desvanecía, aún sin
comenzar. Su felicidad se enfriaba, aún sin arder. ¿Por qué acariciar, besar,
pintar, correr, sonreír o vibrar? Se preguntaba desorientada mientras corría
hacia aquel viejo prado que hace ya bastante tiempo no visitaba. Pobres
hormigas abandonadas, pobres las flores que ya no besaba. Cruzaba la ciudad,
tan gastada, cada vez más alta. Casi era imposible observar el cielo, los pocos
espacios que no cubrían los rascacielos estaban cubiertos de máquinas. Hierro.
Corría, mientras lo que coloreaba al pisar duraba cada vez menos. El color
dejaba de existir a los pocos versos. El aire se tornaba pesado. El prado no
estaba. Un verde vivo vuelto arena, un viejo árbol convertido en madera. Solo
madera. El cielo se encontraba aún en su más furtivo color, sonrió, y esa
sonrisa acaricio una lágrima. Tal vez la lagrima más pesada que ha tocado su
piel. Tal vez el punto más pesado que ha rozado su piel. Volteó y, la ciudad,
más alta. Devolvió la mirada y no había cielo, sólo una ciudad mediana
creciendo. Tan pesado era su cuerpo envuelto entre alturas, tan profundo el mar
bajo sus pies. No hay tiempo.
C.G.
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