Era un célebre bar, allí había reposado Modigliani, allí el padre Grandet había desparramado su oro entero, allí Edgar había dibujado las primeras líneas de su amontillado, allí Holmes había retozado con su pipa en busca de conjeturas; cuantos personajes que para entonces no eran sino hombres.
Este era otro hombre, apenas
encontrando a quien sería su eterna amada, esta sería el opio, en ocasiones
trastocada también a alcohol.
El bar era repugnante, tenía
impregnado un olor pérfido, sus paredes eran lúgubres tapizadas de melancolía,
era un ambiente triste que sin embargo contenía más vida que el escenario más
colorido. Hay tanta vida en la muerte después de todo.
Este hombre hipocondríaco dio con el
bar una tarde en la que había sido molido a golpes, ensangrentado pidió ayuda,
refugiándose en el bar de los artistas malditos, (¿pueden ser los artistas algo
más que eso?) un hombre mugriento le imploro que se fuera, "busque ayuda
en otro lado, váyase" a lo que nuestro hombre contesto "¿no me ve
acaso? no podre ir a ningún lugar, déjeme" "¡váyase ahora que
puede!" le imploro el desdichado hombre, repitiendo una y otra vez
"¡váyase antes de que lo encuentren!" "¡oh, ahí viene!"
"¡oh, vida mía!" este gritaba y susurraba. Espantado nuestro hombre
apartó al delirante y se sentó en la barra llena de alcohol goteando su espesa
sangre, una mujer salió de la nada, esta le miro con compasión, le iba a curar,
tomó asiento junto a él, retiro su blusa color salmón y le limpio la sangre,
tomo el rostro de ese hombre entre sus tersas manos, le beso llenando de whisky
el aliento, la mujer se levanto luego del beso, poniéndose la blusa llena de
sangre, nuestro hombre la miraba fascinado, la saboreaba entre tanto, antes de
darle la espalda, la mujer le dejó un poco de opio, esta le presentó a quien
sería su amada, la mujer desapareció paso a paso y este hombre la acaricio
entre miradas junto al opio.
Se encontró embebido, palpando por
primera vez a su amada, olvidando las afecciones que le hacían retorcerse cada
noche, borrando las deudas y dejando atrás los crímenes de su verdad, esta que
estuvo a punto de arrebatarle la vida por la tarde, el opio lo cubrió de
maravilla.
Alrededor de él no notaba más que
delirantes, un hombre bailaba sin melodía alguna, otro chasqueaba sus dedos y
reía, uno rubio jugaba con tres ratas y otro similar a una tortilla susurraba a
un vaso de hielo.
El tenia a su opio entre esos
desdichados, sus labios aún tenían el sabor a whisky de esa mujer, esa mujer
que le había hecho liviana el alma, con su olor y blusa de salmón había
removido toda la sucia sangre, "¡Qué mujer tan excepcional!" se dijo,
le hizo ligero, curó sus heridas, le presentó su verdadera vida, cuando hasta
entonces todas las mujeres que había conocido le habían hecho el espíritu
pesado, su sangre la habían derramado y sus heridas abrían una y otra vez,
retorciéndole cada una con alegría el puñal, "¡Oh, las mujeres, divino
tormento, placida muerte!" exclamaba en sus adentros, "Podría amarlas
a todas, pero ellas no entienden de amor, los celos las consumen en las noches
de ausencia y ya por la mañana no son más que miradas vengativas y caricias
nefastas (sí, incluso a las caricias trastocan) ¡Ay, las mujeres, ay, esa
mujer!" se decía nuestro hombre esa mujer había soportado sus ataques, sus
enfermedades constantes, su sonrisa manchada y sus lagrimas de niño necio, esa
mujer le hizo pesada el alma, con sus ademanes de niña y adornos de mujer, con sus
amoríos de verano y el adiós en el frio invierno, con su forma de amar, entre
berrinches y arrebatos de pasión, entre dulzura y maldad, con egoísmo y
compasión, "¡Ay, esa mujer!" se repetía al recordarla, "Qué
lejos estaba, tan lejos, gracias a Dios”. Ahora tenía al opio, la mujer bendita
de la blusa salmón le había presentado a su amada, le entrego una vida, no la
abandonaría permanecería devoto, fue una promesa que se hizo.
Ese celebre bar, para entonces
pestilente y envilecido fue su hogar desde esa tarde, vio a muchos hombres
morir en ese lugar, uno le causó especial impacto; el hombre rubio de las
ratas, este pasó toda una tarde retorciéndose en el suelo, parecía estar siendo
galvanizado, su boca exprimía una sustancia blancuzca con tintes de sangre,
nuestro hombre miraba fascinado así como todos (¿de qué otra forma se puede
reaccionar ante la muerte?) con asombro veían la apariencia de la muerte,
nuestro hombre lleno de opio magnificaba esa escena, hasta que el hombre rubio
dejo de moverse cubierto por completo por el manto de la muerte, pensó entonces
que quería una muerte similar, quería que un hombre lo viera morir y que este a
su vez deseara su propio final.
Desde que entró a ese bar, desde que
conoció al opio nuestro hombre no sabía donde comenzaba o terminaba el día,
para él era todo lo mismo, embebido en sus pensamientos, amando con el opio,
sin darse cuenta huía de si mismo, en ocasiones bailaba con el alcohol,
mezclaba whisky y anís, entonces cantaba con el fuego en su garganta.
Desde niño había sido enfermizo de
allí su naturaleza de hipocondríaco, naturaleza que sin embargo había sido
anulada por el opio, ya no habían preocupaciones sobre su salud o un posible
ataque, ahora sólo habían fluctuaciones bellísimas en su mente, veía con
claridad en ese lóbrego lugar, era excepcional, magnifico en ese contenedor de
pestilencia.
Allí brotaba su genio, ese que jamás
pensó habitaba en él, trascendentales obras emergían de su puño, trazándolas
con sus dedos, dibujándolas con su tinta.
Tal vez el opio hacia que huyera de sí,
pero solo una parte huía, esa parte débil, infestada de miedo, esta le daba
paso a una fuerte, a su verdadera esencia, esta que era genio y arte,
desconocida en su estado habitual antes del opio.
Su amante hacia que emergiera su lado
admirable, lleno de belleza, desbordante, así como hace el amor a las almas que
se dejan tocar, así se dejó él al opio, era magnifico desde entonces, no fue
una mujer sino el opio, cuanta genialidad irradiaba.
A lo largo de la historia es bien
sabido que mucho dones han despertado por el beso del alcohol, por el roce de
un cigarro, por la mirada del opio, cuantos dones los de los simples mortales,
dones que jamás descubren por si solos, cuanta ayuda necesitan los hombres
después de todo.
El nuestro, nuestro hombre jamás fue
tan brillante como en ese celebre bar de los atormentados, muchos perecieron,
tantas obras se desvanecieron en el pérfido aire de ese lugar, llenándolo sin
embargo de tanta vida, de tanto arte.
Siempre había sido flemático y de un
pálido enfermizo pero luego de ser tomado por el opio y de sus bailes con el
alcohol, luego no llegaba a flemático, no era más que huesos andantes sin
carne, ya no era pálido, no era de ningún color antes divisado, la vida se
extinguía de su cuerpo y sin embargo él jamás estuvo tan vivo.
No llegó a despedirse del opio, el alcohol
tomo sus últimos instantes en esta tierra, bailando con él como nunca antes
había hecho, le dejó agotado en el suelo, sonriendo por recuerdos embellecidos
debido a la presencia del whisky, recordaba sus enormes gafas de niño, sus
correteos con una dulce niña, las noches de cuentos de su madre cuando yacía
enfermo en cama, los besos con esa mujer de ébano, las noches de juegos con sus
amigos, las partidas intensas de ajedrez, los paseos por la villa cada tarde,
cada momento de su vida aparecía uno tras otro, las lagrimas brotaron cuando ya
el whisky se había marchado, cuando ya no había escape al dolor, cuando
entendió su soledad, cuando se desgarro por la realidad y su genialidad huyo y
su debilidad lo tomó, desesperó por el opio pero ya era muy tarde no alcanzaría
a su amada, todo lo abandonaría. Se vio entonces, vio quien era con claridad,
nada puede ser tan doloroso como eso, comenzó a gritar, pedía papel y tinta, se
la alcanzaron en medio de la desesperación, extinguiéndose trazó con sus dedos
estas palabras "¡Huyan! ¡Huyan!" perdió el conocimiento y todo de sí,
allí entre estos hombres, entre las últimas piezas de Hamlet, entre El Corazón
de las Tinieblas, entre Goriot y Moriarty.
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