La
inagotable ausencia de las aves.
Y así, de forma atenta pero espontánea se fueron muriendo todos los
pájaros de mi infancia. Los plumajes se fueron desvaneciendo en los atardeceres
perpetuos y a causa de las lluvias constantes;
las marcas de la calle y de la playa sudaban entre sus alas y los pechos
se desinflaban por la decepción absoluta que traían los aires fríos del cambio.
Sin mucha advertencia y sin el elemento fundamental de la nostalgia, me toco
verlos morir a todos repentinamente y sin descanso.
Hace relativamente poco tiempo me di cuenta de mi única fobia, de mi
único temor irracional y paralizante. Me di cuenta, ya superadas las etapas del
descubrimiento y terror, que lo que único que me da miedo y que me pone la piel
incómoda es un pájaro muerto. Muchos
miedos me acompañan y me angustian a diario, los futuros inciertos, por
ejemplo, mis propias incoherencias, la soledad y las pesadillas al amanecer.
Sin embargo lo que realmente temo, lo que me inhabilita cuando camino es el plumaje flácido y los ojos abiertos del
ave fallecida.
Hoy me doy cuenta que los vi morir a todos, que en mi presencia dejaban
de existir, a veces con unas ventanas demasiado limpias, a veces con esperanzas
afiladas y mal dirigidas. Veo en el recuerdo morir al primero, el que más me
impactó por haberlo visto todavía con vida. Veo la playa y veo mi inocencia, mi
no comprensión y la oportunista lección sobre mortalidad que me dio mi madre.
Veo a la vez la arena, su pico y su
mirada. Aunque mientras la describo no
se bien si esa lejana memoria corresponde a un sueño encarnizado por la
repetición o si realmente es un certero vestigio del recuerdo infantil y
prematuro. Veo en esa película determinante el cuerpo letárgico y mojado, las olas
que lo mecían durante sus últimos respiros, que lo acomodaban en la arena
durante sus últimos violentos movimientos, durante los inútiles y bruscos
intentos de no morir. Esas mismas olas lo envolvieron en una corriente que lo
alejaba de mi para luego volverlo a traer,
tocándome el tobillo con la enorme y pegajosa muerte de pájaro ahogado.
Sin embargo con ese pájaro no conocí la muerte, pero con la del pájaro
que maté un día cualquiera con un rifle de aire a presión, sí. Conocí la
inmediatez de la vida y también el mundo de agonía que es la culpa. Esa
puntería desafortunada y fatal me llenó el cuerpo de liquido pesado. La sangre
me latía en los oídos, en los cachetes, entre los ojos y hasta el punto en que
las manos mojadas no alcanzaban a secar ni el sudor ni las lagrimas que
terminaron por empaparlo todo. En ese momento entendí que lo había matado pero
hasta el día de hoy nunca entendí porqué, creo que en ese infranqueable espacio
de duda cabe cualquier cosa menos una explicación. Recuerdo bien el remordimiento
que sentí enterrándolo al pie de un almendro y la ira posterior cuando los
perros lo sacaron y lo terminaron de despedazar, matándolo mas allá de la
muerte, vulnerando la integridad de lo que había sido mi primer entierro.
Estas imágenes me acompañan pero no explican el temor. A muchos otros
pájaros que no eran míos los vi morir bajo llantas y parabrisas, contra muros y
balaceras. Otros se murieron entre borracheras y amores esporádicos. Muchos se
murieron del fracaso, del cansancio y de vejez. Otros se me morían sin razón y
amanecían fríos en la cama al lado de mujeres que hace mucho tiempo había
dejado de querer. Los que se morían sin que yo me diera cuenta aparecían años
después, reclamándome con sus huesos que les diera importancia, que los escribiera,
que los mandara volando lejos, más allá del anonimato.
Con el tiempo no se hace más notoria su muerte pero si su ausencia. Lo
primero que la delata es el silencio, la quietud del aire sin sus alas y las
aceras más limpias de lo normal. Con el tiempo se mueren los pájaros de la
costumbre, los pájaros de la adolescencia y los pájaros mentirosos e inmortales
del primer amor. Otros se mueren varias veces, otros jamás se mueren del todo.
Con el tiempo se aprende a protegerse de esas muertes; volando menos y
caminando más; cantando menos y callando más. Se superan esas muertes creando
jaulas en vez de nidos, durmiendo sobre
espuma en vez de plumas. Se sobrevive acostumbrándose a vivir sin esos
pájaros mortales que nos recuerdan lo estáticos y longevos que somos los
hombres.
Sin embargo y a pesar de los remedios, se fueron muriendo casi todos
los pájaros de mi infancia; los pollos amarillos de las piñatas en Medellín,
los pelicanos oxidados de Cartagena, las palomas grises y frías de Bogotá, los flamingos daltónicos de la Florida, los
tucanes del zoológico de Madrid y finalmente las golondrinas enamoradas de
París.
Sin anuncio y como a propósito se van a ir muriendo los pájaros de mi
vejez. Un día cualquiera no sabré si me he quedado sordo o si se habrá muerto
el ultimo pájaro de mi vida. En ese momento solo sabré que no volveré a temer
la nueva y espontánea muerte de otro
pájaro, tan solo en ese momento tendré la certeza de que el que sigue, sin
anuncio y sin el elemento fundamental de la nostalgia, seré yo.
Sj.