miércoles, 24 de junio de 2015

Ríos crecidos por @nunogonzalez

Ríos crecidos
Inevitablemente, aquella noche la pasó en vela, por un lado el incesante ruido de las gotas de lluvia que caían sobre las viejas láminas de acerolí, que durante el día habían soportado una nueva aventura de su padre, quien tenía como afición casi fetichista subirse al techo y mover la antena de televisión de un lado para el otro solo para entretenerse. Y por el otro, la seguridad plena de que la cantidad de agua que caía era suficiente para provocar el enfurecimiento del caño que pasaba muy cerca de allí.
La violenta tempestad dio paso al silencio sepulcral de las madrugadas de Paso Ancho, Gabriel no supo qué tiempo pasó desde ese momento hasta el primer cantar de gallos que sus oídos alcanzaron a escuchar, más si se preguntó cómo hacia su hermano, acostado a su lado, para dormir tan plácidamente siendo consciente de las maravillas que los aguardaban a la mañana siguiente. 
José Malpica despertó temprano como siempre, su habitual conductismo frenético lo llevó a encender el radiecito de baterías gigantes como piedras que solo sintonizaba Radio Paso Ancho 920 AM.

Lo guindó sobre el protector de la vieja ventana de la cocina y  empezó a tantear en el mar de cachivaches la olla de preparar el café, la llenó con agua del grifo, fría como la madrugada y la puso a hervir. Había olvidado que solo quedaban un par de cucharadas del polvo negro, al abrir el tarro que lo almacenaba profirió sus típicos improperios, los cuales cerró esta vez con una reflexión en vos alta sobre el gobierno de Carlos Andrés Pérez, "y pensar que me eché tremenda rasca cuando ganó".
A pesar de lo insípido de la infusión, lo disfrutó con vehemencia sacramental, de pie junto a la puerta que conducía al patio, disfrutando el olor a tierra mojada que inundaba el aire.

Gabriel se levantó al notar los primeros claros que se colaban por la ventana, vio a su padre con el pocillo de café en la mano, mirando hacía los charcos con nostalgia en los ojos. -Bendición papá- dijo desperezándose, -Dios lo cuide- respondió él con voz sorprendida, -¿por qué te levantaste tan temprano? es sábado-, Gabriel no vaciló en su respuesta, -es que estoy ansioso porque vayamos al caño, debe estar revuelto-. José sonrió dentro de sí, supo en ese momento el efecto que habían causado las múltiples visitas a los ríos crecidos junto a sus hijos, y que ahora, a pesar de estar entrando en la edad donde la sombra oscura de la razón ennublece los sueños y el espíritu, mantenían impávidos el brillo en sus ojos ante la inminencia de los húmedos paseos.

Los 30 minutos que transcurrieron desde ese instante hasta que su hermano despertó se tornaron eternos, mientras tanto aguardó sentado en el corredor junto a nevado, su perro, quien escuchó atentamente y en silencio lo que Gabriel le relataba podía pasar cuando fueran al caño, y de lo cual él también sería testigo.
-Ángel apúrate, vamos a ver qué tan brava está la corriente-, oyó dentro de la casa y se incorporó junto a nevado, quien movía su chuta y gruesa cola blanca de alegría ante la inminente aventura. 

Alrededor de 900 metros los separaban de su objetivo, Nevado servía de escolta por el camino pedregoso y atestado de charcos, cruzaron el portón anaranjado que dividía el caserío de la calle Monasterios de Paso Ancho con la finca tabacalera, la misma que servía de castigo a los jóvenes que salían mal en sus estudios, o simplemente como única y miserable fuente de empleo y esperanza para las familias del lugar.

Avanzaban con paso firme y decidido. Gabriel, de cara y cabeza grande con nariz y labios de negro, ojos de origen ibérico color miel de abejas, huesos macizos y piel pálida, caminaba junto a su padre y su hermano. Ángel era un trigueño enjuto, de facciones finas, ojos grandes y claros, el frente de su cabeza adornado con par de remolinos que impedían peinado alguno. José Malpica aún era erguido como cuando fue guardia nacional de la vieja escuela, en la época donde se consideraba normal que estos uniformados vieran a los demás por encima del hombro. De cabeza grande, piel canela y nariz aguileña, se preocupó siempre porque sus hijos vivieran aislados de la maldad dominante en el mundo, lo que logró con éxito hasta que la razón impuso su criterio.

Habían hecho lo mismo muchas veces, las hormigas voladoras que paren los aguaceros eran testigos inmutables.

Nevado fue el primero en llegar, miró con sus ojos negros llenos de terror la fuerza de la corriente, que silbaba mientras arrastraba consigo ramas y troncos. Para todos la escena era familiar, sin embargo sentían un fuego cándido en las tripas cada vez que sus ojos disfrutaban el espectáculo.

-Busquemos una piedra gigante para lanzarla al agua- dijo José, empezando a buscar con la mirada el objeto, requisito sine qua non para el ritual de obligado cumplimiento.
Halló a un par de metros de la orilla una inmensa roca amarillenta, enmohecida por la humedad, pero que era perfecta para la ocasión. Gabriel y Ángel intentaron ayudar, pero su padre nunca lo permitía, detalle que ellos disfrutaban, no había nadie más fuerte que él. La levantó con tal esfuerzo que su cara enrojeció y sus venas en el cuello se marcaron como bejucos morados, caminó hacia el centro de la carretera en la que se levantaba el puente con alcantarillas, donde nevado aun observaba como petrificado y dejó caer la piedra al agua, un estruendo apoteósico se dejó escuchar dando paso al salto del agua que se levantó unos 3 metros, espantada por el impacto. -Soy el más fuerte- gritó un exultante y victorioso José, mientras veía el brillo en los ojos de sus hijos, lívidos de la emoción. 

Regresaron a casa, Gabriel contó lo sucedido a Luisa, su hermana y a Eucaris, su madre, quienes oyeron amorosas y atentas la misma historia repetida, pero como siempre cargada de miradas impresionadas.

José Malpica, al llegar, ejecutó su ritual de lavado de manos con jabón azul y se sentó en su vieja mesa a escribir una canción, aún no había cruzado por su mente ni la primera línea de la primera estrofa, pero sabía que algo bueno vendría. El motivo, saberse seguro que sus hijos lanzarán un suspiro de nostalgia al aire, en algún húmedo o revuelto lugar donde solo estará su querido recuerdo.

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