miércoles, 24 de junio de 2015

La inagotable ausencia de las aves, escrito por @SANT1460

La inagotable ausencia de las aves.







Y así, de forma atenta pero espontánea se fueron muriendo todos los pájaros de mi infancia. Los plumajes se fueron desvaneciendo en los atardeceres perpetuos y a causa de las lluvias constantes;  las marcas de la calle y de la playa sudaban entre sus alas y los pechos se desinflaban por la decepción absoluta que traían los aires fríos del cambio. Sin mucha advertencia y sin el elemento fundamental de la nostalgia, me toco verlos morir a todos repentinamente y sin descanso.

Hace relativamente poco tiempo me di cuenta de mi única fobia, de mi único temor irracional y paralizante. Me di cuenta, ya superadas las etapas del descubrimiento y terror, que lo que único que me da miedo y que me pone la piel incómoda es un pájaro muerto.  Muchos miedos me acompañan y me angustian a diario, los futuros inciertos, por ejemplo, mis propias incoherencias, la soledad y las pesadillas al amanecer. Sin embargo lo que realmente temo, lo que me inhabilita cuando camino es  el plumaje flácido y los ojos abiertos del ave fallecida.

Hoy me doy cuenta que los vi morir a todos, que en mi presencia dejaban de existir, a veces con unas ventanas demasiado limpias, a veces con esperanzas afiladas y mal dirigidas. Veo en el recuerdo morir al primero, el que más me impactó por haberlo visto todavía con vida. Veo la playa y veo mi inocencia, mi no comprensión y la oportunista lección sobre mortalidad que me dio mi madre. Veo a la vez la arena,  su pico y su mirada.  Aunque mientras la describo no se bien si esa lejana memoria corresponde a un sueño encarnizado por la repetición o si realmente es un certero vestigio del recuerdo infantil y prematuro. Veo en esa película determinante el cuerpo letárgico y mojado, las olas que lo mecían durante sus últimos respiros, que lo acomodaban en la arena durante sus últimos violentos movimientos, durante los inútiles y bruscos intentos de no morir. Esas mismas olas lo envolvieron en una corriente que lo alejaba de mi para luego volverlo a traer,  tocándome el tobillo con la enorme y pegajosa muerte de pájaro ahogado.

Sin embargo con ese pájaro no conocí la muerte, pero con la del pájaro que maté un día cualquiera con un rifle de aire a presión, sí. Conocí la inmediatez de la vida y también el mundo de agonía que es la culpa. Esa puntería desafortunada y fatal me llenó el cuerpo de liquido pesado. La sangre me latía en los oídos, en los cachetes, entre los ojos y hasta el punto en que las manos mojadas no alcanzaban a secar ni el sudor ni las lagrimas que terminaron por empaparlo todo. En ese momento entendí que lo había matado pero hasta el día de hoy nunca entendí porqué, creo que en ese infranqueable espacio de duda cabe cualquier cosa menos una explicación. Recuerdo bien el remordimiento que sentí enterrándolo al pie de un almendro y la ira posterior cuando los perros lo sacaron y lo terminaron de despedazar, matándolo mas allá de la muerte, vulnerando la integridad de lo que había sido mi primer entierro.

Estas imágenes me acompañan pero no explican el temor. A muchos otros pájaros que no eran míos los vi morir bajo llantas y parabrisas, contra muros y balaceras. Otros se murieron entre borracheras y amores esporádicos. Muchos se murieron del fracaso, del cansancio y de vejez. Otros se me morían sin razón y amanecían fríos en la cama al lado de mujeres que hace mucho tiempo había dejado de querer. Los que se morían sin que yo me diera cuenta aparecían años después, reclamándome con sus huesos que les diera importancia, que los escribiera, que los mandara volando lejos, más allá del anonimato. 

Con el tiempo no se hace más notoria su muerte pero si su ausencia. Lo primero que la delata es el silencio, la quietud del aire sin sus alas y las aceras más limpias de lo normal. Con el tiempo se mueren los pájaros de la costumbre, los pájaros de la adolescencia y los pájaros mentirosos e inmortales del primer amor. Otros se mueren varias veces, otros jamás se mueren del todo. Con el tiempo se aprende a protegerse de esas muertes; volando menos y caminando más; cantando menos y callando más. Se superan esas muertes creando jaulas en vez de nidos, durmiendo sobre espuma en vez de plumas. Se sobrevive acostumbrándose a vivir sin esos pájaros mortales que nos recuerdan lo estáticos y longevos que somos los hombres.

Sin embargo y a pesar de los remedios, se fueron muriendo casi todos los pájaros de mi infancia; los pollos amarillos de las piñatas en Medellín, los pelicanos oxidados de Cartagena, las palomas grises y frías de Bogotá,  los flamingos daltónicos de la Florida, los tucanes del zoológico de Madrid y finalmente las golondrinas enamoradas de París.

Sin anuncio y como a propósito se van a ir muriendo los pájaros de mi vejez. Un día cualquiera no sabré si me he quedado sordo o si se habrá muerto el ultimo pájaro de mi vida. En ese momento solo sabré que no volveré a temer la nueva y espontánea  muerte de otro pájaro, tan solo en ese momento tendré la certeza de que el que sigue, sin anuncio y sin el elemento fundamental de la nostalgia, seré yo.



Sj.


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