Al fin.
Mi demacrado cuerpo
se posa perpendicularmente sobre la cama, tras horas y horas escuchando a la
gente de hablar de sitios ya vistos, de pensamientos sin peso. Mis pies
descansan ahora sobre la silla, cuyo respaldo aguanta estoicamente toda la ropa
que, algún día devolveré al armario.
Mi alma está tumbada
a mi lado. Ambos observamos el techo, y nos fijamos en las fugaces luces que
desde la calle se proyectan, y como fuegos artificiales, desaparecen. A veces
intercambiamos algunas palabras, pero no me hace mucho caso, y creo que yo a
ella tampoco.
En mi habitación
todos cumplen su función. El espejo no para de mirarnos. La estantería rebosa
de polvo. Las paredes se jactan de su rectitud. Las esquinas están esta noche un
poco difuminadas. Y luego quedo yo, que no tengo ni la menor idea de qué hacer.
Podría dormir,
amordazar a mi alma y pagar un rescate por ella. Podría gritar desde la
ventana, y que la vecina de enfrente piense que soy un demente. Podría ordenar
mi mente en este sórdido cuarto. Podría llamarte y contarte mil historias que
pasan por mi cabeza cada vez que tu olor me hunde un poco más en el fango de la
realidad.
Creo que alguna vez
lo he dicho. Mi cuarto no tiene puertas. Estoy atrapado de por vida, conmigo
mismo y con las paredes mirándome y tratando de decirme algo que no logro
escuchar.
El bullicio de la
calle entra sin pensárselo. Me planto en el centro de mi cuarto, ojalá me
sirviesen un delirio de grandeza, lo más seco a ser posible.
Estoy atrapado en mi
habitación. No puedo gritar, ni si quiera puedo arañar las paredes ya que el
gotelé ocupa este rol antes que yo. Me tumbo en el suelo, giro la cabeza, pero
lo que se supone que se llama mi “alma” ha bajado al bar, a conocer alguna
historia de alguna chica sin rumbo o a pensar en el día en el que dejará de ser
joven. Sigo atrapado en mi habitación, pero encuentro consuelo en la gente que
merodea por la acera, porque ellos dejaron de ser jóvenes por pactar con la
vida.
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