El
vuelo hacia atrás de los aviones.
Como si la ciudad hubiera sido construida por Aurelio Arturo, sus
calles se llenaban de gente desesperada que salía a la vez que quería entrar.
Alterados por la confusión de los sonidos furiosos y colectivos, estas personas
salían de los portones y de los edificios roídos por el musgo y el sin sentido,
buscando techos para protegerse de un todo que caía en llamas. Entre una
orquestra de chillidos y explosiones, dominaba
un sentimiento parecido al llanto. Los viejos no corrían, aterrados por
las bombas y por el vuelo de unas máquinas que recordaban de su infancia. Los
niños tampoco corrían, sumidos en la desesperación, producto del choque entre
el miedo y la curiosidad por aquellos aparatosos animales mecánicos. Aterrados
y atraídos por su primera visión de un avión, sus pequeños pies se aplomaban al
suelo. Los adultos corrían no por ellos
sino por lo que quedaba de sus negocios, de sus familias. El pasmo generalizado
ensordecía turbinas y ráfagas de metralleta. La incredibilidad colectiva sobre
lo que estaba pasando parecía hundir la ciudad debajo de un lienzo quieto y
silencioso. Todos los ojos abiertos creían estar soñando el mismo sueño
ensordecido que nada tenia que ver con la realidad, con el peligro inmediato de
morir ni con la destrucción sin pausa de los
muros de la ciudad; muros que serían reemplazados por columnas de humo
que reestructurarían por siempre el
orden natural de la existencia.
Esa noche, después de recogidos los trapos que quedaron, una vez
abonados los campos con ceniza insulsa, una vez acostados los niños agotados
por el miedo, la ciudad durmió al son de una lluvia que duraría años, casi
tanto como los rumores que minarían el recuerdo de una ciudad dormida
eternamente por los aviones y las bombas de un infierno improvisado.
SJ.
Junio tres de 2015
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