martes, 15 de marzo de 2016

Carlina Green: Luna Tucumana



Si yo fuera el cielo, te dedicaría el amanecer. Se nace el sol y te dedico las horas tempranas cuando emerge sobre los rascacielos del centro; las tinieblas desvaneciéndose de la favela justo afuera en los límites de la ciudad; la madrugada sobre los campos tan verdes que vi rumbo al norte; los primeros rayos de sol rioplatense reflejados en el agua; la sutil muestra de la mañana sobre el Parque 9 de julio; la vigilia en La Recoleta, Evita fantaseando, entre dormida y despierta; los glaciares de Ushuaia brillando en la luz recién llegada; el amanecer sobre las viñas de tu país de Malbec, que tiene el color de mi vestido favorito que te queda mejor de lo que me queda, el vestido que casi llevé al boliche la noche de mi cumpleaños, la noche donde nos escabiamos en la Terraza, la previa; la noche en que el DJ puso mi canción favorita y cambió a otra 30 segundos después, maldito; la noche en que alguien metió algo en la bebida de tu prima; la noche “con todos confundidos, con hombres y mujeres, con la tierra que implanta y educa los claveles.” Era la noche que compartimos tu cama por primera vez. ¡Cuántos caminos hasta llegar al momento y qué soledad errante hasta tu compañía!



Hace meses que contraje la peste del insomnio por el hecho sencillo de leer el Gabo. En esos días soñaba despierta y vivía en su alucinada lucidez. Tal vez era más reconfortante ser delirante que enfrentar mi realidad enredada. Por eso no podía dormir. O sólo faltaba el calor de tu forma, el olor de tu remera, la curvatura de tu columna. Y hoy me quedo con insomnio cuando estoy en la cama de arriba de la cucheta. Ansío los días en que Tiziano se queda en la casa de Alicia. Esta noche estás abajo, sólo a un metro de mí, pero me parece que estás lejos. Siento la ausencia de tu cuerpo y de tu ser, hermana mía, alma gemela. Yo sé que ya tenés una amiga con este título. Aunque yo todavía no soy tu alma gemela, tú eres la mía. Estoy contenta notando tu acento cuando hablas en mi lengua natal, dándote un ataque de risa, llamándote nombres atrevidos, apreciando tu belleza, besando tu cuello cuando estas tranquila, asombrando cuando aparecen escalofríos en tu piel, mirándote bailar, viéndote sonreír de placer, durmiendo segura en tus brazos, escuchándote cantar, sintiendo tus dedos en mi cabello, los míos recorriendo tu cuerpo, y nosotras dos caminando mano a mano. Juntos desde la ropa a las raíces, juntos de otoño, de agua, de caderas, hasta ser sólo tú, sólo yo juntos.



Tanta plata he gastado para curarme de esta enfermedad cuando el remedio era tan obvio. Hoy estoy aquí contigo, mi morocha, con tu cabellera negra, tu piel suave, tu aroma de vainilla, con tus canciones, tu felicidad, con esa mirada insolente que casi tiras, la indiferencia con que fumas un cigarrillo, tu risa demasiado alta, con la caligrafía tatuada en el antebrazo, los desafíos que te enfrentaste, con el señal de amor y paz que haces en las fotos, con esa figura de pura locura, con tus ganas de tener aventuras, de hacer travesuras, con tu cabellera oscura, con tu sinfín de dulzura. Me recuerdas del fin de la cosecha, cuando todo el trabajo ha terminado, cuando la fruta está empacado y mandado a todos lados, cuando la tierra es vacía y finalmente puede respirar. La puesta del sol pasa paulatinamente, el anochecer demora, pero los colores brillantes destiñen al fin, y todo se sume en la oscuridad total. Encuentro la negrura de la intemperie en tus ojos, las estrellas centelleando en tus pupilas, el color ocre del barro en tu piel, fruto de la tierra destacadas en tu silueta, y el anochecer en tu alegría. Pensar que separados por trenes y naciones, tú y yo teníamos que simplemente amarnos.

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